Pensábamos, muchos de nosotros, quizás desde hace ya unos meses, que estos días de Semana Santa los íbamos a disfrutar en familia cambiando de ciudad, descubriendo nuevos territorios. Finalmente
vamos a descubrir solamente territorios interiores.
Los de la casa y también los de uno mismo y los de las relaciones familiares (tan íntimas, tan estrechas y tan retadoras como las que estamos viviendo estas semanas de
#yomequedoencasa).
Viendo imágenes en televisión, en Instagram, o en Twitter… me he topado con la ciudad que íbamos a visitar. Es una imagen hermosa y, al tiempo, desoladora. Es una ciudad vacía. En nuestras ciudades ya no hay coches, ni personas, ni ruidos, ni contaminación, ni prisas, ni turistas… Solo un común denominador: la vacuidad.
Ciudades vacías: desde Barcelona a Santiago de Compostela; desde Roma hasta París, desde NY hasta el pueblo donde vivo, Tres Cantos. Todo vacío. No vacío de arte, ni de belleza, ni de la expresión de la naturaleza, ni de industrias… sino personas. Personas que con sus gestos cotidianos y sus deseos, expectativas, ilusiones y momentos de estrés (del bueno y del malo) llenan las ciudades de energía, la energía de la vida.
Estas imágenes de las ciudades vacías me producen cierta sensación intranquilizadora: ¿volveremos a recuperar los ruidos, la prisa, la vida, la plenitud de nuestras ciudades, la tensión agitada de nuestras vidas en las “cities”?
Espero que sí, lo ansío; y, al tiempo, deseo que no.
Me explico. Parte 1: Sí, lo ansío.
Acostumbrado (33 años a este ritmo) a despertarme temprano, entrar en el atasco, surfear por nreuniones diarias, otros días 8 horas de clase, o combinaciones de ambas… me empiezo a sentir como alguien “ansioso” por volver la anterior normalidad. Deseando que abran las compuertas de la presa y que el agua siga fluyendo corriente abajo. Ansioso por ver a compañeros de trabajo, de disfrutar del café y el pincho, de compartir con mis alumnos, de la compra en el mercado defendiendo entre apretujones tu turno en el pescado, de las clases de spinning sudando en grupo enjaulado entre las paredes del gimnasio, de las comilonas familiares toqueteando libremente los platos, cucharas, vasos, servilletas y la última croqueta que ya ha manoseado alguien…
Me explico un poco más. Parte 2: deseo que NO.
Al tiempo que anhelo la etapa anterior -llamémosla “citius, citius, citius…”- en estas semanas hemos redescubierto el espacio de lo íntimo, el placer de estar quietos; hemos redescubierto una perspectiva que consiste en ver el valor intrínseco de la vida desde otro prisma, más lento, menos agitado y también más personal.
Es el prisma de valorar la vida desde una posición de vulnerabilidad que hasta ahora solo conocíamos como individuos cuando nos sobrevenía un problema o una gran dificultad; pero hoy lo estamos redescubriendo y viviendo como sociedad. Hemos descubierto que un simple virus -que ni vemos y, en mi caso, ni entiendo- puede quebrar, socavar, enterrar… la vida cotidiana como hasta ahora la conocíamos. Un enemigo invisible y letal. Lo que era fruto de guiones de películas se ha plantado como un mal sueño en nuestra realidad. Solo que no es un sueño. Es “the new normal”.
Esta vulnerabilidad nos ha hecho sentir de cerca que nada es permanente, que no somos tan grandes ni tan sabios, ni tan poderosos… Y, adicionalmente, que a los ciudadanos de estas ciudades vacías nos une nuestra fragilidad y nuestro deseo de ser felices. Esta crisis nos ha devuelto a nuestra esencia: somos humanos. Somos frágiles. Somos vulnerables. Y eso genera una sociedad más abierta a escuchar -sin ir conectada al piloto automático - y más plana. No hay jerarquías, el bichito no entiende de status. Puede afectar a todos los eslabones de la red social. Así que el bichito ha logrado que nos escuchemos más todos en todo el planeta, porque lo que hoy te pasa a ti; mañana me puede pasar a mi.
Corazones llenos.
Y al tiempo, esa fragilidad nos ha enseñado que tenemos una enorme fortaleza como especie. Son los corazones llenos: la generosidad y el amor.
Corazones llenos expresado como capacidad de aislamiento, o como coraje para combatir el virus sin los EPI’s y los recursos necesarios, o como humor compartiendo momentos en que hacemos el ridículo para despertar la risa propia y ajena, o coser mascarillas con las fuerzas, destrezas y materiales que tengo en casa…
Corazones llenos aplaudiendo a las 8 de la tarde, llamando a los seres queridos todos los días, o viendo cómo ilusionar a los más afectados con una canción, un poema o simplemente un dibujo del arco iris…
Por eso mi sentir contrapuesto: ansiar el recuperar la energía de las ciudades llenas pero nunca a costa de la fortaleza y vitalidad de estos corazones llenos.
Un sueño
Que esta pandemia nos haya servido para cambiar de paradigma. Menos velocidad, por más atención al momento presente. Menos tener, por más ser. Menos ego, por mas empatía. Menos individualismo, por más comunidad.
Qué hermosos y esperanzadores efectos secundarios de esta pandemia (sin dejar pasar por alto ni olvidar el precio pagado por el esfuerzo y las pérdidas que todos hemos vivido) si, tras la misma, nuestras ciudades se siguen llenando con más aplausos a las 8 de la tarde, con más ciudadanos que se siguen saludando desde los balcones, con más colectivos que hace semanas se expresaban como enfrentadas y sin embargo ahora se brindan honores cuando alguien realiza un acto generoso o sufre una pérdida…
Tengo un sueño: ciudades llenas, con corazones llenos.
Hoy es el primer día de comienzo del desconfinamiento y la desescalada. 3, 2, 1, acción. Empiece el sueño.
Carlos González Alonso
Facilitador en procesos de transformación cultural, gestión del cambio y del talento, resiliencia, empatía y liderazgo.